Amanece. Lo sé porque el despertador ha arrancado con su inmisericorde cantinela. Abro los ojos y por mi ventana millones de calidoscópicos destellos iluminan tenuemente la habitación.
Me asomo y descubro sobre mi una gran nube nodriza. En su oscuridad se intuyen volúmenes inmensos que carecen de perspectiva. En ellos se condensan y licuan miles de litros de agua dejando que la gravedad haga el resto.
La lluvia de estos días de Otoño tiene dos caras. Está la lluvia de tormenta. Densa cortina de agua que el viento lanza con furia contra todo y todos. Lluvia que ni la tierra puede absorber y nos llega tambien desde el suelo. Lluvia que pesa y duele. Lluvia que es fuerza.
Es común en esta tierra esa lluvia fina. Tímida película de agua que cae lentamente sin darnos apenas cuenta. Ésta domina esos otoñales días grises y húmedos donde todo es agua sin contraste en escala de grises. Gris oscuro el suelo, gris marengo los edificios, gris perla el cielo y gris ceniza el ambiente. La sentimos en nuestros huesos y creemos que siembre estuvo allí. Lluvia que es tristeza.
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