Periódicamente, el Gobierno lanza campañas publicitarias para captar soldados. En una sucesión de imágenes frenéticas se ven jóvenes manejando sofisticados aparatos electrónicos, otros corren animosamente en grupo sin perder la sonrisa y los hay que aterrizan sus aviones en lustrosos portaaviones. No faltan aulas de estudio con ordenadores ni la estampa de un soldado ayudando a un niño desnutrido.
No vemos en esos anuncios los aviones de transporte de tropas subcontratados a empresas de dudoso prestigio. Tampoco las diferencias entre los sistemas de protección de vehículos de otros ejércitos y qué decir de los métodos de formación de un soldado.
Nos venden formación, trabajo asegurado, pertencia a una tribu con ideales comunes y hasta aventura y cooperación. Pero un soldado es un arma entrenada para obedecer sin rechistar, para utilizar sus conocimientos para matar, atacando o defendiendo eso no importa.
En este tiempo que nos ha tocado vivir, sin grandes guerras ni grandes amenazas, justifican la existencia de un ejercito como cuerpo de cooperación y misiones de paz. No es fácil revertir el sentimiento histórico de que el ejercito nos protegerá y nos hará sentirnos seguros. A la postre esa es la única causa que subyace para mantenerlo.