Amanece. No lo sé por el calor que se cuela por mi ventana, sino por el mundano despertador. Los días de sol pasaron. Ahora toca el tamborileo incesante de las gotas de lluvia sobre el cristal. Su inconstante ritmo indica que además toca viento.
Me desperezo lentamente y tras balancearme unos segundos sobre mis pies desnudos, brusca y temerariamente abro la ventana. Necesito el golpe de realidad para saber a qué me enfrentaré. Por desgracia mis sospechas se confirman. Nada más asomar la cara, una bofetada húmeda y fría me da los buenos días. La lluvia de hoy es la de los típicos y tópicos interminables días de Otoño. Agua que cae incesante en forma de oblicua cortina movida por el viento. Sus gotas sin cuerpo ni peso son llevadas de forma anárquica y te llegan de todas las direcciones. Sabes que llueve porque no desaparece la sensación de humedad de tu piel y porque de tu nariz resbala costante una gota que, indefectiblemente, se cuela por tu cuello.
Nada se puede hacer. Hoy toca mojarse. Agarro mi chubasquero, mis botas de agua, mi gorro impermeable y llamo a Bruno. Él siempre acude con la ilusión de quien espera un hermoso día primaveral. ¡Pobre iluso! Supongo que este tampoco será un día agradable para un perro lazarillo.